Enigmas de piedra en Isla de Pascua

Leyendas y misterio en esta isla de Chile enclavada en el Pacífico, a 3.700 km del continente. 



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Leyendas y misterio en esta isla de Chile enclavada en el Pacífico, a 3.700 km del continente. 




Es aquí donde todo comenzó. En Anakena, una bella y tranquila playa de arena a la que arribaron hace muchos años, dicen que en algún momento entre los siglos IV y VI, dos catamaranes en los que viajaba el rey Hotu Matu’a acompañado por 80 personas. Provenían de Hiva, una mitológica isla polinésica ubicada hacia occidente. A este peñasco rocoso que sobresale en medio del océano Pacífico los recién llegados lo bautizaron Te pito o te henua -«el ombligo de la Tierra»-, y recién mucho más tarde, en 1722, cuando el navegante holandés Jakob Roggeveen se la cruzó en su camino, la bautizó Isla de Pascua, simplemente porque ese día era el domingo de Resurrección. Y fue todavía mucho después, en 1888, cuando la isla quedó formalmente bajo soberanía de Chile.

Muchos parecen tomar conciencia de la ubicación de la isla recién cuando, con el avión empezando a moverse en el aeropuerto de Santiago de Chile, el capitán anuncia que nos espera un vuelo de 5 horas y media. ¿Tanto?, se sorprende más de uno. Y, sí. La Isla de Pascua es uno de los lugares habitados más aislados del mundo: está a casi 3.700 km de las costas chilenas, y el lugar poblado más cercano -aunque no tanto: apenas unos 50 habitantes- son las islas Pitcairn, a más de 2.000 km, con el bravo océano Pacífico de por medio. En medio de ese azul profundo emerge este pequeño triángulo de apenas 173 km2, formado por la erupción de tres volcanes: en el noreste el Poike, que hizo erupción hace 3 millones de años; en el sur el Ranu Kao -de hace 2,5 millones de años- y en el oeste el Terevaka, de «apenas» 300 mil años y cuya cima, a 511 metros, es el punto más alto de la isla. En este pequeño mundo se desarrolló una de las culturas más complejas y fascinantes del planeta, que a lo largo de siglos planteó enigmas e interrogantes a curiosos e investigadores.

La era de los moáis

Tras la muerte de Hotu Matu’a, sus ocho hijos fundaron ocho tribus que se esparcieron por toda la isla. Lo que pasó a partir de entonces encierra algunos misterios, que han desvelado a muchos arqueólogos, aunque digamos la verdad: muchos ya han sido descifrados. Lo que queda es esa historia tan fascinante, un paisaje que impacta y claro, el legado principal: más de 900 moáis, una impresionante forma de expresión cultural que sólo se desarrolló aquí, en este pequeño pedazo de tierra. «Una teoría actual dice que aquella enigmática isla de Hiva sería la actual Rapa Ití, una de las islas Australes, en la Polinesia Francesa», cuenta el guía, Nicolás, mientras nos dirigimos al ahu Akivi, el único en el que los moáis miran hacia el océano. Hacia, dice la leyenda, la isla desde la que llegaron. Rapa Ití quiere decir «isla pequeña», y para diferenciarla, a esta isla le llamaron Rapa Nui, «isla grande». Hoy, el término rapa nui designa tanto a la isla como a la etnia que la habitó originariamente y también al idioma, que es tan oficial aquí como el castellano.

Uno de los grandes destinos turísticos de Chile -junto con Atacama y Torres del Paine-, Rapa Nui cuenta hoy con poco más de cinco mil habitantes en un único pueblo, Hanga Roa. Casi justo en el otro extremo está el ahu Tongariki, seguramente la imagen más arquetípica de Rapa Nui: los 15 imponentes moáis que dan la espalda al mar y los acantilados y que parecen contemplar, justo enfrente, el volcán Rano Raraku, la cantera en la que fueron tallados todos estos gigantes de piedra. Sólo sentarse en este lugar casi irreal y sentir la energía que irradia hace que el viaje valga la pena. Un ahu es una plataforma ceremonial de piedra, construida para rendir culto a los ancestros. En la isla hay más de 250, ubicados de forma paralela a la costa o alineados siguiendo orientaciones astronómicas. Sobre ellos se levantaban los moáis, que eran una representación de los ancestros homenajeados. Uno de los misterios de la isla es cómo y por qué surgió esta particular forma de homenaje: los ahus albergaban los cuerpos de los líderes de los clanes ancestrales. Los huesos se depositaban en una cavidad llamada avanga, que se cubría y sobre la cual se erigía un moái. Luego se le colocaban los ojos -de coral con pupila de obsidiana- y entonces el moái se transformaba en un aringa ora (rostro vivo) del ancestro, que conservaba su mana (energía) y hacía de intermediario entre el mundo de los vivos y el de los espíritus. Esta religiosidad tan particular se desarrolló aquí durante mil años sin contacto con el mundo exterior.

«La construcción de los moáis estaba a cargo de equipos de talladores que tenían un alto prestigio social y trabajaban a pedido de las distintas tribus. Todos se tallaban en la roca del volcán Rano Raraku, luego se extraían y se trasladaban a los distintos puntos de la isla», cuenta el guía, Tavi, mientras ingresamos a la cantera, en la ladera del volcán. Es uno de los lugares más interesantes de Rapa Nui: los senderos serpentean entre un césped verdísimo salpicado de moáis a medio construir; algunos están de pie y casi listos para ser trasladados; otros, semi enterrados y a medio tallar; otros, apenas delineados en la roca. Entre ellos está el más ambicioso, de 21,60 metros de altura -de los que llegaron a levantarse, el más alto mide 10 metros-. Sólo en este lugar -epicentro del megalitismo religioso de la Polinesia- hay abandonados unos 400 de estos gigantes. Son silenciosos testigos de una catástrofe que aún plantea muchos interrogantes.

«La cantera fue abandonada de golpe, las cosas quedaron como estaban, incluso las herramientas tiradas junto a los moáis, como si la gente hubiera huido de pronto del lugar», dice nuestro guía Danguiroa, nombre que en rapanui significa «cielo largo», o «cielo eterno».

En la laguna del cráter del Rano Raraku tiene lugar el tau’a, una de las competencias del Tapati, la gran fiesta de Rapa Nui, que cada febrero convoca a todo el mundo en la isla y a miles de turistas. Una vuelta a las raíces en la que se pintan los cuerpos como lo hacían los ancestros y se compite en pruebas de cantos rituales (riu), música (koro haka opo), nado sobre balsas de totora (pora), entre otras. Y también se elige a la reina.

La era de la guerra

El esplendor de la cultura rapa nui fue entre los siglos IX y XV, cuando llegó a su máximo apogeo el tallado de moáis. Pero, ¿qué fue lo que pasó para que todo se derrumbara de pronto? La teoría más aceptada es una guerra civil provocada por el hambre: las tribus se embarcaron en una competencia por construir más moáis y de mayor tamaño, lo que redundó en la extinción del bosque del que se extraía la madera para transportar las piedras. Ello sumado a una explosión demográfica que llevó la población, se cree, a más de 20.000 habitantes, lo que resultó ecológicamente insostenible. Esta teoría está apoyada por estudios que demostraron que siglos atrás la isla estaba cubierta por un denso bosque de palmeras y helechos. Hoy, en cambio, es semi desértica, y los pocos árboles que se ven fueron introducidos. Este, entonces, podría haber sido el primer «ecocidio» de nuestro planeta; algo que, dice más de uno, bien podría ser un anticipo del futuro que nos espera.

Sin árboles no había frutos, y sin madera para construir canoas, no había pesca. El hambre desató una sublevación, estalló la guerra civil y la época de los moáis llegó a un sangriento final. Como estos gigantes significaban protección para cada tribu, derribar los del adversario era una forma de debilitarlo; así fueron cayendo, uno a uno, todos los moáis erigidos. Cuando el holandés Roggeveen se topó con la isla en el siglo XVIII, ya no había ninguno en pie. Matanzas, canibalismo y luego enfermedades «importadas» que llegaron con los europeos, además de los rapanui que fueron llevados como esclavos a Perú -entre 1859 y 1863, más de mil isleños fueron llevados al puerto del Callao para ser vendidos como esclavos- , diezmaron la población: de aquellos más de 20.000 habitantes, en 1877 sólo quedaban 110 isleños. El exterminio de la clase sacerdotal hizo que el rongo rongo, única escritura de la Polinesia, quedara sin intérpretes: las enigmáticas tablillas que se exhiben hoy en el Museo Antropológico Padre Sebastián Englert no han podido ser descifradas.

«El primer ahu reconstruido fue el de Ature Huki, en Anakena, en 1955, un trabajo que demostró cómo cientos de años atrás los rapanui pudieron poner de pie los moáis formando una gran rampa con piedras y usando troncos como palanca», cuenta el guía Nicolás. Luego se reconstruyeron varios más hasta la restauración del ahu Tongariki, entre 1992 y 1996.

La gran pregunta que sigue teniendo más de una respuesta es cómo trasladaban semejantes moles de piedra, de hasta 60 o 70 toneladas, a lo largo de varios kilómetros hasta su emplazamiento definitivo sobre los ahu. Es, probablemente, el principal enigma de la isla. «Para nuestros abuelos está claro que lo hacían a través del mana; ellos dicen que las estatuas volaban», cuenta Danguiroa. El concepto polinesio de mana remite a un poder espiritual que se hereda o se adquiere a través de la belleza de un trabajo. El moái se construía para conservar el mana del antepasado, y el rey o líder de cada clan, dice la leyenda, tenía el poder de hacerlo levitar para transportarlo hasta su destino final.

Luego se impuso la teoría de que los gigantes se acostaban sobre camillas de madera que se deslizaban sobre troncos. Pero la tradición oral rapa nui dice que las estatuas caminaban: el idioma tiene la expresión neke neke, que se puede traducir como «caminar sin piernas» y que para algunos podría referirse a que los moáis se trasladaban «bamboleándose» sobre su base, tironeados por largas cuerdas desde atrás y los costados. El checo Pavel fue el primero en demostrarlo, y no requirió ningún gran despliegue: apenas 17 personas y algunas cuerdas gruesas que los rapa nui bien podían hacer de fibras vegetales. Luego se llevaba rodando el pukao, esa especie de sombrero rojo que muchos llevan sobre sus cabezas y que no es un sombrero sino un tocado de escoria roja, una piedra porosa extraída del volcán Puna Pau. Además de elemento decorativo, el rojo era símbolo de poder.

Hoy los moáis ya no tienen quién los derribe, pero sí una amenaza: los caballos salvajes -hay miles en la isla-, que usan estas piedras para rascarse, desgastándolas. Es que aquí los caballos son un símbolo de estatus; nadie los monta, pero poseerlos garantiza cierto prestigio. Es un placer verlos correr libremente por las praderas entre las guayabas silvestres, y también una advertencia para los automovilistas, sobre todo en las dos rutas asfaltadas que dan la vuelta a la isla. Y es que muchos de los visitantes suelen alquilar autos para trasladarse a los sitios arqueológicos por su cuenta, un recorrido que, con un poco más de esfuerzo, es más que recomendable hacer en bicicleta.

La era del hombre-pájaro

A la llegada de los conquistadores europeos a la isla, el culto a los moáis ya había llegado a su fin, reemplazado por la ceremonia del tangata manu u hombre-pájaro: distintos competidores, que representaban a diferentes jefes tribales, bajaban un altísimo acantilado, nadaban hasta el islote Motu Nui y permanecían allí hasta encontrar un huevo de manutara -una gaviota migratoria-. Ganaba quien primero lo hallara y lo trajera de regreso a la isla y el líder a quien él representaba gobernaba el territorio insular durante un año. Esta riesgosa competencia fue el acuerdo que encontraron los líderes tribales para que retornara la paz y para calmar el enojo del dios Make Make, que no quería saber nada con Rapa Nui por el caos que los hombres habían desatado. Para quienes gustan de las teorías alienígenas, los petroglifos que representan a Make Make lo muestran con una especie de extraña máscara.

Hacia el escenario del tangata manu vamos en esta caminata comandada por el guía Roberto. Parte desde el ahu Vinapu, que se destaca por su extraordinaria plataforma de grandes losas de basalto calzadas meticulosamente, con una técnica que se creía propia sólo de los incas y que da lugar a teorías sobre un imaginario contacto entre los rapa nui y los incas. La fantástica caminata nos lleva ladera arriba por el borde de acantilados rojizos hasta el inmenso cráter del Ranu Kao, de más de un kilómetro de diámetro y 200 metros de profundidad. Rodeándolo hasta alcanzar el extremo sudoeste de la isla llegamos a Orongo, aldea ceremonial en la que los competidores aguardaban la llegada de los manutara.

El panorama es espectacular: un angosto filo entre el profundo cráter del volcán y acantilados de casi 300 metros de altura, en cuya base rompen grandes olas. El profundo azul del mar lo tiñe todo y en esta cima antiguos petroglifos cuentan escenas de aquella lejana historia. Son sólo algunos de los alrededor de 4.000 petroglifos que se encuentran en la isla, sin igual en toda Polinesia.

Tan sin igual como este atardecer en el complejo arqueológico Tahai, en cuyas tres plataformas los moáis le dan la espalda a un sol redondo como una moneda que se acerca despacio al infinito horizonte. El cielo se tiñe de dorado y recorta mágicamente estos silenciosos testigos de piedra que miran fijo hacia adelante, como desde hace cientos de años, que hicieron que los rapa nui le dieran a la isla un segundo nombre, mucho más poético y sugestivo: Mata ki te rangi, «ojos que miran al cielo».

Fuente: clarin.com

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