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El eco de las campanas de San Pedro resonó con una cadencia inusual en la Plaza San Pedro. No convocaron esta vez a la liturgia, sino a un silencio expectante, “tocaron a muerto” dice el protocolo. Desde ese momento, oficialmente en los pasillos marmóreos del Vaticano, donde el incienso se mezcla con el perfume inasible de la historia, los pasos de los cardenales resuenan con el peso de una decisión que transformará los años venideros: elegir al próximo sucesor de Pedro.
Mientras dos guardias suizos, firmes como estatuas vivas, custodian el ataúd de Francisco en la capilla de la Casa Santa Marta, los emisarios del Espíritu Santo comienzan a llegar desde los rincones más recónditos del mundo. Llegan con túnicas y lenguas diversas, con teologías divergentes, con dudas, nostalgia y esperanza. Son 135 los cardenales con derecho a voto, todos menores de 80 años, procedentes de 71 países, un mosaico global que revela no solo la universalidad de la Iglesia, sino también su encrucijada.
No hay mayoría clara. No hay una idea común para suceder la grandeza de Franciscus I.
Ya se habla de los “papables” pero la última palabra será dicha en la Capilla Sixtina.
Hay algo en el ambiente que recuerda a la víspera de una tormenta. No una tormenta meteorológica, sino espiritual, institucional, profética. Porque, a diferencia de la última transición, esta vez no habrá renuncia, ni pontífice vivo en Castel Gandolfo. Solo el cuerpo de un hombre que quiso ser llamado “el obispo de Roma”, expuesto sin catafalco, sin báculo, en una caja de madera forrada en zinc. Solo su testamento, que pide ser enterrado “sin decoración particular y con la única inscripción: Franciscus”.
Fuente: Infobae