Lana Del Rey en la tapa de RS: la última diva hot

La estrella pop es una chica triste que se parece más a Kurt Cobain que a Katy Perry; conocela en esta nota 



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La estrella pop es una chica triste que se parece más a Kurt Cobain que a Katy Perry; conocela en esta nota 




Al final, ella va hacia un lugar oscuro y se niega a salir. «No estoy segura de si quiero que salga esta nota», dirá Lana Del Rey, despatarrada en un sillón marrón, vestida con unos shorts de jean diminutos y una remera blanca escote en V, mientras hace globitos pensativos con su chicle. A esta altura, estuvimos hablando durante unas siete horas. Por momentos incluso parecía que estaba saliendo todo bien. «Creo que tal vez deberíamos esperar a que haya algo bueno de que hablar», continúa en un tono ligero que se vuelve una súplica. «¿Entendés? Ojalá pudieras escribir sobre otra cosa. Tiene que haber otra persona para la nota de tapa. Tiene que haber. Cualquier otra persona.» . No es una sorpresa que hayamos llegado a este punto. El estrellato pop de Lana Del Rey está hecho de autoboicot, es ambivalente y precario: en el fondo, es más Cat Power o Kurt Cobain que Rihanna o Katy Perry; hasta tiene un dolor de estómago muy a lo Kurt que la tortura durante toda la gira. Y después está el tatuaje al costado de su mano derecha, justo abajo del meñique, en cursiva negra: TRUST NO ONE (no confíes en nadie). (En el mismo lugar, pero en su otra mano, se lee la palabra «paraíso».)

Sin embargo, el día anterior, todo parecía distinto. Una tarde despejada e increíblemente húmeda de junio en Nueva York, el día del lanzamiento de Ultraviolence, el segundo disco de Del Rey para un sello grande, abre la puerta verde de madera de la casa del Greenwich Village donde se está quedando. «Soy Lana, qué bueno verte», dice, mientras me ofrece un apretón de manos suave y una sonrisa grande, blanca y llena de esperanza que instantáneamente sugiere que todo lo que pensás que sabés sobre ella es erróneo: que interpretaste mal la seguidilla de canciones llamadas «Sad Girl» y «Pretty When You Cry» en el nuevo disco; que te tomaste demasiado en serio algunas declaraciones en entrevistas recientes (sobre todo: «Ojalá ya estuviera muerta a esta altura», que le valió una reprimenda por Twitter de parte de Frances Bean Cobain); que es un error pensar que su actitud distante sobre el escenario se condice con su verdadera personalidad.

Su risa, efervescente y aniñada, aparece sin esfuerzo. No está mareada por la salida de su álbum, que es intransigente, espeluznante, está cargado de guitarras y no tiene un solo hit: «Es lo que quería». La remera escote en V de hoy es celeste, casi el mismo tono del esmalte pastel con el que se pintó sus uñas largas, y tiene unos jeans rotos en lugares estratégicos, arremangados justo por debajo de sus pantorrillas, que ya se puso en otro momento, tal vez en alguna sesión de fotos para otra revista. Tiene pestañas postizas pero no parece maquillada. Faltan cuatro días para que cumpla 29 años (por alguna razón incomprensible, casi siempre le ponen un año menos en la prensa), pero parece, en este momento, una chica universitaria que está en casa por las vacaciones.

Parece tan fresca -incluso alegre- que a los diez minutos considero que es seguro intentar romper el hielo: «En una escala de 1 a 10, ¿cuántas ganas tenés de estar muerta en este momento?».

Sus enormes ojos entre verdes y marrones se agrandan mucho más. Después, suelta una risita. «¿Diez significa que estoy muerta?», pregunta. «Sos gracioso. Hoy estoy teniendo un buen día.» ¿Hoy elige la vida? «Sí, hoy elijo la vida.» ¿Entonces un 1? «Diez. Diez», dice con un cantito, muy parecida a Diane Keaton cuando murmura su «la di da» en Annie Hall. «Siete. ¡Doce!» Mueve la cabeza y se ríe, como si hubiese empezado a divertirse.

Pero cuando hablamos de Lana Del Rey, nada está dicho. Es un conjunto desconcertante de significantes contradictorios, un misterio que más de 10.000 perfiles torturados no han podido desentrañar. David Nichtern, que le hizo firmar contrato con un sello indie chiquito cuando todavía estaba en la universidad, vio en ella «a Marilyn Monroe por afuera y a Leonard Cohen por adentro»: tal vez se parezca un poco a Nico, pero es más bien una Lou Reed. En el escenario se pone nerviosa e incómoda, pero en sus letras es temeraria («Mi concha tiene gusto a Pepsi-Cola»; «Era como un ángel buscando que me cogieran fuerte»). Sus videos virales son concursos de Americana escalofriantes y nostálgicos, dicotomías de niña buena/niña mala y de vez en cuando una sesión de besos con un viejo ex. Sólo tratá de entender lo que pasa en el video de «National Anthem» de 2012, donde interpreta a Marilyn Monroe y a Jackie Kennedy, se atreve a usar partes de la filmación de Zapruder y el rapero A$AP Rocky hace de JFK.

Es una superestrella pop sin un solo hit en las radios de Estados Unidos en este momento, sólo un remix de «Summertime Sadness», que ella ni siquiera escuchó antes de que lo lanzaran. Y, tal vez mucho más que ninguna otra estrella pop de este siglo, es incomprendida e incluso odiada. Fue objeto de una represalia salvaje de parte del público indie y nerd, incluso antes de que en Estados Unidos supieran quién era. (Entre otras quejas, los autores de blogs de música se sintieron traicionados cuando «Video Games», su hit online, la llevó a firmar con un sello importante.) Su debut tembloroso y casi desapasionado en Saturday Night Live fue considerado una emergencia nacional e inspiró semanas de debate, que incluyeron al presentador de la NBC Brian Williams haciendo de crítico musical (a él no le gustó). Que se hubiera cambiado el nombre, de Lizzy Grant a Lana Del Rey, fue tomado como evidencia de engaño y no como algo que se acostumbra en el ambiente desde hace décadas. Y tuvo que salir a desmentir que se hubiera hecho algo en los labios (de cerca, sólo parecen labios).

Editado después de su actuación en SNL, Born to Die, su debut de 2012 con Interscope Records, recibió críticas escépticas. Las canciones, con esa voz afectada, en múltiples capas, parecían ahogarse en una producción exuberante y trip-hop. Pero con la ayuda de algunos nuevos tracks fuertes y cinematográficos de su EP Paradise, las cosas cambiaron: el álbum vendió más de un millón de copias en Estados Unidos (y más de siete millones en todo el mundo) y «Young and Beautiful», su single para el soundtrack del film El gran Gatsby, fue disco de platino. Kanye West, que se toma sus gustos en serio, la contrató para tocar en su boda con Kim Kardashian. «Estar ahí fue hermoso», dice Del Rey. «Parecían muy felices.» Un tiempo antes, en un almuerzo, West le había dicho que «le gustaba mucho lo que yo hacía, tanto sónica como visualmente».

Sin embargo, a Del Rey no le gusta celebrar estas cosas. «No lo siento como un éxito», dice. «Porque con todo lo que podría haber sido bueno, siempre hubo algo, por fuera de la periferia de mi mundo, fuera de mi control, que lo arruinó. Nunca pude decir: «Oh, qué bueno».»

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La casa donde se está hospedando Del Rey le pertenece a «un amigo»: Francesco Carrozzini, un fotógrafo italiano de 31 años muy elegante que trabajó con ella para varias revistas europeas. Por supuesto que le va muy bien («mejor que a nosotros», dice Del Rey en chiste mientras me muestra la casa). Su casa de cuatro pisos es una propiedad increíble en Manhattan, un departamento de soltero digno de una estrella de cine, con sus paredes de madera oscura cubiertas de fotografías artísticas y retratos de famosos como Keith Richards. La casa está en la misma cuadra a la que se mudó Bob Dylan con su familia en 1969; Anna Wintour también vive cerca.

En la mesa ratona del segundo piso, al lado de un set de discos de Serge Gainsbourg, hay un libro, The Boudoir Bible. «Sinvergüenza», dice Del Rey con una sonrisa. Está sentada en el sillón marrón, fumando lánguidamente los cigarrillos American Spirit de Carrozzini, bajo una foto en blanco y negro de un grupo de personas desnudas tiradas unas encima de las otras. El sol del mediodía entra por la ventana, y su pelo castaño y su piel blanca brillan bajo su resplandor: ningún filtro de Instagram podría producir un efecto comparable. «A veces dejo», dice de sus cigarrillos. «Y después retomo.» También fuma sobre el escenario: no es parte de la actitud, sino pura ansiedad. «A veces, por la mitad del set, siento que estoy desesperada por un cigarrillo.»

Dentro de un par de días, la van a fotografiar a los arrumacos con Carrozzini en Europa. Por ahora, dice, está soltera. En diciembre comenzó su larga separación de Barrie-James O’Neill, su novio durante tres años. El es compositor, por lo que le permitió vivir su propia fantasía a lo Dylan/Joan Baez (le encanta «Diamonds and Rust», el panegírico de Baez de ese romance, e incluso lo cita en Ultraviolence). «Fue todo muy difícil», dice Del Rey. «Sí, la vida se me está haciendo muy cuesta arriba, y eso, más las neurosis de él. se volvió imposible. Es triste, porque las razones por las que no estamos juntos son meramente circunstanciales.»

Ultraviolence parece, por momentos, un disco de separación, aunque Del Rey dice que todas las canciones tratan sobre relaciones anteriores. Sea como sea, el disco incluye varias respuestas en torno a ella, si bien también suscita nuevas preguntas. Si ella fuera el títere corporativo o el fraude calculado que muchos de sus detractores piensan que es, no habría hecho nunca un álbum como éste. El productor principal fue Dan Auerbach, frontman de los Black Keys, que tiene talento para unir atmósferas vintage y esplendor a lo Morricone, pero que no corre el peligro de ser confundido con Dr. Luke o Max Martin. Grabaron la mayor parte del disco en vivo, con su equipo de músicos de Nashville que tocaron mientras Del Rey cantaba con un micrófono de mano de 100 dólares, lo que dio como resultado una voz cruda, jazzera y poderosa. Hay algunos solos de guitarra. Pero ni siquiera uno de los tracks sirve para las radios de pop.

Antes incluso de que Auerbach se involucrara en el proyecto, Del Rey sabía que esta vez quería algo completamente diferente. «Con este disco pensó: «Lo voy a hacer como yo quiera»», dice su amigo Lee Foster, que dirige Electric Lady Studios y coprodujo parte del disco ahí. Foster le dijo que Bruce Springsteen había hecho el escueto Nebraska después de Born in the USA (Foster se equivocó en el orden, pero igual está bien). «Hablamos sobre asumir ese riesgo, como Springsteen cuando cambió de ritmo y dijo: «Voy a hacer exactamente lo que nadie espera que haga».»

Auerbach se cruzó con Del Rey en Electric Lady, donde él estaba mezclando el nuevo LP de Ray LaMontagne. «La verdad, a los dos nos vino bien no saber casi nada del otro», dice él. Después de que ella le mostró algunos de los demos con los que estaba trabajando, se hizo fan y empezó a negociar para producirla. Pero los obstáculos de los sellos lo tomaron por sorpresa: Del Rey tiene contrato con dos, Interscope y Polydor, de Inglaterra. «Hubo un montón de dificultades a las que yo no estoy acostumbrado», dice Auerbach. «El sello dice: «No te vamos a dar el presupuesto para extender esta sesión a menos que escuchemos algo». Y les mandamos la mezcla en crudo y no les gusta; no les gusta cómo está mezclado. Y ahí pienso: «Gracias, pelotudo».»

«Lo que me contaron a mí», continúa, «es que se lo hicieron escuchar a alguien de su sello y ellos dijeron: «No vamos a sacar este disco que hiciste con Dan a menos que te reúnas con el productor de Adele». Y ella dijo: «Está bien, como quieran». Y ella llegó tarde a la reunión, así que mientras esperaban, el tipo del sello le hizo escuchar lo que habíamos grabado al productor de Adele y él le dijo: «No le cambiaría nada». Y ahí tenés: de repente, el tipo del sello dice: «Sí, a mí también me parece que está buenísimo»».

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«Me enteré de que hubo algunas idas y vueltas con respecto a la música», dice John Janick, CEO de Interscope. «Pero Lana sabe cuál es su visión y su público, y nosotros la seguimos a ella.» Del Rey reconoce que hubo un mes y medio, durante la primavera pasada, en que las cosas estuvieron en una especie de limbo: «Creo que ellos querían que yo trabajara con una gente», dice. «Pero yo no sabía quiénes eran. Cuando les dije que estaba lista, me contestaron: «¿Estás segura?».» Se ríe. ««Porque pensamos que podrías ir mucho más lejos».»

«En este disco, en mi opinión, no querían que intentara hacer algo», dice Jimmy Iovine, el predecesor de Janick en Interscope. «Creo que dio en el clavo. Todo el mundo me dice: «Necesitamos un single», me llaman desde Europa. Yo les digo: «No necesitan nada». Es un disco muy coherente, y me pareció que cualquier otra conversación sería una distracción. Lana es una de las personas que más me recuerda a los artistas que yo produje» -está pensando en Patti Smith y en Stevie Nicks en particular- «y es un poco diferente de la mayoría de los artistas de Interscope. Uno no se topa con esta clase de músicos todos los días. Es una de esas cosas extrañas que aparecen en la vida: una letrista. ¿Sabés lo difícil que es encontrar a un letrista hoy en día, fuera del rap?».

Ben Mawson, uno de los managers de Del Rey, le advirtió que tendría que salir a defender algunas de las letras del disco nuevo, sobre todo el track del título, que cita el verso de un viejo grupo de chicas: «Me pegó y yo sentí un beso», y después agrega, por si no se había entendido: «Me lastimó pero yo sentí amor verdadero». Puesta a decir si es autobiográfico, es imprecisa: «Supongo que podría decir que me atrae la gente que es físicamente muy fuerte», dice encogiéndose de hombros, «con una personalidad más dominante».

No le preocupa el mensaje de esas letras. «No está hecho para que sea popular», dice, sentada en el patio de la casa, que se abre hacia un jardín compartido en el que Dylan, hace décadas, enfureció a sus vecinos cuando quiso instalar una cerca. Toma un café caliente con pajita, una costumbre vieja que reconoce como «bizarra» y «un poco nerd». «No es música pop», dice. «Lo único que yo tengo que hacer es lo que se me dé la gana, y quiero escribir lo que se me dé la gana. Espero que la gente no me pregunte qué significa. No siento que tenga una responsabilidad, para nada. Me siento responsable en otros sentidos: ser una buena ciudadana, cumplir con la ley.»

Pero ¿cómo espera que el público interprete esos versos? «No espero que los interpreten de ninguna manera», dice, enojándose un poco. «Soy muy egoísta. Hago todo para mí. Es decir, todo, desde la guitarra hasta la batería. Es para mí. Yo quiero escuchar eso, quiero manejar escuchando eso, nadar en el mar escuchando eso. Quiero pensar en eso y después quiero escribir algo nuevo. ¿Entendés? No quiero que lo escuchen y se pongan a pensar en eso. ¡No es asunto de ellos!»

Bueno, ¿no le está vendiendo a la gente su música acaso? «Yo no soy la que vende el disco», dice. «Tengo un contrato con un sello que lo vende. No necesito ganar plata. No me importa en lo más mínimo. Pero sí me importa hacer música. La haría como fuera. Por eso tiene que ser en mis propios términos.»

Del Rey nunca hizo terapia. «No hay nada que me puedan decir sobre mí misma que ya no sepa», dice. «Sé todo sobre mí misma. Sé por qué hago lo que hago. Todas mis compulsiones, mis intereses, mis inspiraciones. Estoy muy conectada con eso. Sobre el resto, lo que pasa en mi vida diaria, no tengo control. Me refiero a mis interacciones.»

Entonces, ¿qué la estimula? «¿Ahora? Nada», dice. «No tengo más fuerzas. Pero me gusta hacer discos. Antes, sentía que tenía empuje, pero ahora es sólo un interés. Como el primer disco fue tan analizado, ya no me queda lugar para la ambición. Eso se terminó, porque ya sabés qué va a pasar, y sabés que nada va a salir como vos pensabas.»

¿No quiere conquistar el mundo? «No. Lo que me encantaría hacer. Francesco tiene una moto abajo», dice. «Me encantaría ir en moto a Coney Island y tener una charla increíble con vos y meterme al mar.» Por alguna razón, este plan no vuelve a surgir.

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Incluso cuando era chica, Elizabeth Woolridge Grant era, en sus propias palabras, «obstinada, y contrariada». Nació en Manhattan y sus padres tenían trabajos a lo Mad Men en Grey, el gigante de la publicidad, pero cuando ella tenía un año, dejaron esa carrera y se mudaron a Lake Placid, una zona tranquila. Su padre después abrió su propia empresa de muebles, trabajó en bienes raíces y se convirtió en uno de los primeros inversores exitosos de la era de los dominios web. Pero a Lizzy le habría gustado que se quedaran en la ciudad. «Era muy, muy tranquilo», dice Del Rey, que comparó la ciudad con la de Twin Peaks. «Siempre esperé volver a Nueva York. El colegio fue muy difícil. El sistema tradicional de educación no era para mí.»

A los 14, Lizzy empezó a tomar alcohol y a pasar tiempo con chicos más grandes. La escena, reconoce con una sonrisa, no distaba mucho de la desgarradora película adolescente A los trece. «En las ciudades chicas crecés muy rápido porque no hay mucho para hacer», dice. «Así que salís con gente más grande, que ya terminó el colegio. Pero a mi familia no le gustaba demasiado.»

«Soy una chica triste/ Soy una chica mala», canta en su nuevo disco, pero la parte de la tristeza llegó mucho más tarde. Estaba «apasionada» por el alcohol, y compartía botellas de licor de cereza y durazno con sus amigos. «Sentía que por fin tenía mi propia vida», dice mientras su voz se pone soñadora. «Me sentía libre. Si bien me encantaba irme de esa ciudad, a los 15 ya sabía que seguramente me quedaría ahí y trataría de construir una vida. Es decir, en ese momento ya tenía una idea de lo que quería. No me imaginaba que iba a ser cantante. Quería crecer, casarme y divertirme. Tener mi propia vida, mi propia casa.» Sus padres querían que fuera enfermera.

Se cansaron de sus excesos y la mandaron a la Kent School, en Connecticut. La estrategia no sirvió para que dejara de tomar, y era muy infeliz. «Era muy tranquila», recuerda. «Trataba de entender cómo funcionaba todo. No me relacionaba mucho con lo que estaba pasando culturalmente.» Tampoco le gustaban las chicas malas. «Me parecía que la gente se trataba de manera muy cruel. No entendía muy bien la mentalidad de la secundaria. No era sarcástica ni me comportaba como una perra.» En una de sus primeras canciones, «Boarding School», menciona que era parte de la «nación pro-ana», en referencia a la anorexia, y canta: «Tenía que drogarme para evitar los atracones». Pero insiste con que es ficción: «Me interesaba la mentalidad de la comunidad pro-ana».

Un joven profesor de literatura le hizo conocer a Allen Ginsberg, Walt Whitman y Vladimir Nabokov (tiene tatuados estos dos últimos nombres en su antebrazo) y a Tupac, Notorious B.I.G. y viejas películas como Al borde del abismo. Algunos versos de «Boarding School» y de «Prom Song», un track inédito, llevaron a sus fans a preguntarse por la naturaleza de esta relación, pero Del Rey dice que no hubo nada fuera de lugar entre ellos: «El era mi amigo».

Empezó a pensar que quería ser cantante, pero no se animaba a decirlo en voz alta, sobre todo frente a su familia. «Pensaba que era algo muy pretencioso, porque venía de un ambiente más tradicional. No podías decir una cosa así a menos que lo dijeras en serio.»

Un mañana de ese verano, después de terminar la secundaria, en Lake Placid, se despertó sintiéndose mal, con resaca, y se dio cuenta de que le faltaba algo. «Había perdido el auto», dice. «No lo podía encontrar. Y no sé, lo había perdido. Y me sentía muy mal. Era una de las razones por las cuales mi vida estaba descontrolada. No quería seguir haciendo cagadas. Y en ese momento, si iba a parar, tenía que tener algo que me importara.»

Dice que, desde ese día, no volvió a tomar ni a drogarse, pero no queda claro si se considera alcohólica o si hizo un tratamiento de rehabilitación. «Es que nunca sabés qué va a pasar», dice. «Las cosas cambian todos los días.»

Había entrado en SUNY Geneseo, una universidad del sistema público de Nueva York, pero decidió no ir. Se tomó un año y se mudó a la casa de sus tíos en Long Island. Trabajó como moza, como lo había hecho durante varios veranos. «Me encantaba», dice, aunque su madre le dijo a uno de los ejecutivos del sello que era una pésima camarera.

Su tío le enseñó algunos acordes de guitarra y empezó a cantar en los bares de la ciudad. Más o menos por esa época, leyó la biografía pionera sobre Bob Dylan que escribió Anthony Scaduto, que ella interpretó como un «mapa» a seguir para convertirse en artista.

El otoño siguiente, se anotó en la Fordham University, en el Bronx, donde estudió filosofía, aunque no participó mucho de la vida estudiantil. Vivía con sus novios o se quedaba en los sillones de amigos. «Durante años escribí, escribí, escribí», dice. «Estaba tratando de descubrir lo que quería decir, consumida por esta pasión, tratando de saber de dónde venía. Me quedaba despierta toda la noche. Era un mundo aparte.»

Viajaba en el subte a la madrugada y componía las letras en su cabeza. «Hubo noches en que la pasé muy bien quedándome despierta para escribir.» Cita «Disco», una canción austera a lo Cat Power («Ahora soy mi propio dios», canta alegremente), y «Trash Magic» (una muestra de la letra: «Nene, ¿querés venir al hotel, cariño?/ Nene, ¿querés agarrarme y decirme que me amás?»): «Sentía que estaba plasmando mi vida en forma de canción, y era un placer. Y ésa era mi vida, ¿entendés? Era muy feliz».

Un concurso de letras de canciones del barrio de Williamsburg, en Brooklyn, la llevó a 5 Points Records, un sello muy chico que dirigía Nichtern, que años antes había compuesto el hit «Midnight at the Oasis» de Maria Muldaur. «Supe al instante que iba a convertirse en una gran estrella», dice Nichtern. «Y ella también lo sabía, no porque tuviera desparpajo o fuera temeraria. En algún punto ella sabía que éste era su karma.»

Nichtern se la presentó al productor David Kahne, el tipo detrás de los hits de Sublime y Sugar Ray, que recuerda que fue el primero en sugerirle beats en loop. Kahne era un veterano de la industria con muchos contactos y ella era una desconocida, pero él pensó que era impresionante. «Era misteriosa», dice Kahne. «La mayor parte del tiempo yo no sabía si estaba haciendo lo correcto o no, si a ella le gustaba o no. Por momentos, parecía que todo podía cambiar de repente.» Como por ejemplo el nombre de Lizzy.

Lana Del Rey es, según ella, la misma persona -incluso la misma artista- que Lizzy Grant. «No hay un cisma entre dos personas», dice. «Es sólo un nombre distinto, y ahí empieza y termina. Me parecía raro crecer en un lugar geográfico determinado, con un nombre que no elegiste, tener que ir al colegio durante 23 años. Para mí era incomprensible. Así que creo que al elegir ese nombre me convertí más en mí misma. No tiene que ver con la música. Era parte de mí misma.» El otro nombre que barajaba era Cherry Galore, dice, tal vez en chiste. «Estarías acá sentado diciéndome Cherry.»

Cuando Lizzy se convirtió en Lana para siempre, 5 Points ya había lanzado un EP de las sesiones con Kahne, con el nombre de Lizzy Grant; incluso iTunes había seleccionado a Lizzy como una de las mejores artistas de 2008. «Cuando estábamos armando el disco, ella me dice: «Quiero cambiarme el nombre»», recuerda Nichtern, que había estado tratando de promocionar a Lizzy y al disco. «Si esto fuera una película, me habrías visto escupiendo mi bebida. Hasta ahí habíamos llegado con Lizzy Grant.» Pero Del Rey encontró un nuevo manager, se tiñó el pelo de castaño y estaba lista para pasar a otra cosa. Terminaron por borrar el LP de internet; pareció que estaban tratando de esconder el pasado de Lana Del Rey, lo que ayudó a que aumentaran los rumores más adelante. «No queríamos que el disco anterior estuviera disponible en el mismo momento en que estábamos tratando de lanzar algo nuevo», dice Mawson, uno de sus managers. «Y si eso causó sospechas en la gente bizarra de internet, está bien.»

Del Rey viajó a Londres, donde pasó meses componiendo. En una de estas sesiones, nació una oda elegíaca a un novio al que le gustaba jugar al World of Warcraft, pero se dio cuenta de que llamarla simplemente «Video Games» sería más poético («A veces una chica tiene que generalizar»). Empezó a hacer clips con iMovie, mezclando segmentos autofilmados con una webcam y clips de YouTube: «Junté algunas cosas, creé un mundo chiquito». Perfeccionó su estrategia con «Video Games», que fue el video viral que disparó su carrera. Aunque se había arriesgado a que le hicieran juicio por apropiarse de filmaciones ajenas, la gente la acusó de no haber hecho el clip de «Video Games» por su cuenta: The New Yorker, por ejemplo, dijo que era un video «supuestamente casero». «No diría que lo hice si no lo hubiera hecho», dice con un suspiro, mientras me muestra el software de su MacBook, cuya pantalla está bastante rajada. «Sería raro.»

Es por supuesto una clarividente la que sugiere que las cosas podrían salir mal el segundo día. «Estaba pensando en qué cosas podríamos hacer», dice Del Rey, que me vuelve a abrir la puerta de la casa. «Lo único que se me ocurrió es que podríamos ir a ver a una adivina.» De todos modos, necesita cigarrillos, así que nos aventuramos en el calor de junio. Tiene puestos unos anteojos de sol baratos, dorados y con vidrios de color durazno. «Son muy feos», dice mientras camina por Bleecker Street. «Anteojos con lentes rosas. Justo lo que necesitaba.»

Del Rey tuvo una educación católica, pero tiene un lado místico. «Soy una exploradora, sin duda», dice. Cuando estaba esperando que saliera el disco de Kahne, conoció a un «gurú del East Village» que «podía ver el pasado y leer el futuro». Pero abandonó su órbita cuando detectó «algo siniestro» en sus intenciones.

Terminamos pagando una visita a una vidente que tiene su negocio al lado de una bodega, en una habitación de paredes rojas un poco escalofriante. La adivina resulta ser una mujer joven con un vestido rojo que pone unas reglas muy estrictas en lo que respecta a la «energía». Del Rey le pide que nos hable del futuro a los dos juntos, pero la vidente responde: «¿Puedo hablar con la jovencita a solas?». La salida se está volviendo ridícula y sin sentido.

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Cuando volvemos a la casa, Del Rey se ríe, aunque tal vez está un poco irritada. «Mierda», dice. «Tendría que haberlo sabido. No creo que tuviera el don. Siempre tienen una onda muy amenazante, a menos que vayas a ver a alguien súper conocido.» La vidente le dijo que éste es el año del amor y la felicidad; en chiste, Del Rey dice que todavía le quedan seis meses. Le divierte cuando le cuento que la vidente me dijo que soy un espíritu sensible: «Seguro se dio cuenta de que estabas pensando que era una perra».

Volvemos a la charla. Del Rey fuma un cigarrillo junto a la ventana, hacia la luz. Le pregunto por «Ride», una canción en la que canta sobre estar «terriblemente loca», un sentimiento que aparece más de una vez en el disco. «Bueno, es que me siento un poco loca», dice. «Pero no creo que esté loca. La gente me hace sentir una loca.» Hablamos sobre la línea que dice «ojalá estuviera muerta», y ella dice que la culpa la tienen las preguntas capciosas. «De todos modos, la mayoría de la gente cree que me quiero matar», dice.

Después, sin previo aviso, se pone de malhumor. Es algo poderoso, que se siente en la habitación, como una masa repentina de nubes amenazantes. Sus ojos parecen más oscuros. Le pregunto sobre «Fucked My Way Up to the Top», una de las mejores canciones de Ultraviolence, que ataca a una imitadora sin nombre que no tuvo que pasar por las dificultades por las que pasó Del Rey. Tal vez sea sobre Lorde, que criticó las letras de Del Rey pero tiene un estilo vocal muy similar.

Lanzó la canción ayer, pero no quiere hablar. «Me estás haciendo enojar», dice, queriendo sonar como si estuviera jodiendo. Prende un cigarrillo, parece abatida. «No es que soy una banda de rock y vos me preguntás cómo hicimos el disco, qué se siente tocar en estadios. Es sobre mi padre, mi salud mental. Es todo muy íntimo.»

En ese momento dice que ya no quiere ser la tapa de Rolling Stone. También dice: «Lo que vos escribas no importa», y lo que quiere decir es que eso no va a cambiar la manera de pensar de sus detractores. «Tocás todos mis puntos sensibles, todos mis talones de Aquiles. Hacés las preguntas correctas. Sólo que yo no tengo ganas de responderlas.»

Del Rey se levanta, como diciendo que es hora de que me vaya. «Siempre traté de presentarme bien, es todo lo que hice», dice mientras me acompaña hasta abajo. «Y nunca me llevó a ninguna parte. Me pongo incómoda, pero no tiene nada que ver con vos.»

Al salir, trato de convencerla de que esta crisis de inseguridad por la entrevista no es algo tan grave. «No es una crisis de inseguridad, no lo es», dice, parada bajo el umbral. «Tengo confianza en mí misma.» Sus ojos brillan de orgullo y de dolor. «Tengo confianza.» Se despide y cierra la puerta.

Fuente: Lanacion.com.ar

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